Neurocientíficos de la Universidad de Nueva York nos señalan que el impacto de esta dimensión es tan severo porque las personas por término medio, no sabemos preocuparnos de manera saludable.
Tenemos la curiosa tendencia de llevarlo casi todo al extremo que pero es que nuestro cerebro está programado para preocuparse primero y para pensar después.
Es decir, nuestro sistema emocional y, en concreto nuestra amígdala cerebral, son las primeras en detectar una amenaza y en activar en nosotros una emoción.
Al instante, se liberan neurotransmisores como la dopamina para generar la activación y el nerviosismo.
Tiempo después, el sistema límbico estimula la corteza cerebral para dar aviso a las estructuras mentales superiores.
¿La finalidad? Animarle a que tome el control, a que haga uso del razonamiento lógico para regular ese miedo, esa sensación de alarma.
Pero debemos recordar que en el ser humano las emociones tienen más poder que la razón.
Algo así hace que las preocupaciones y el laberinto de la ansiedad al que nos abocan, tomen comúnmente el control de nuestras mentes y los efectos son los siguientes:
La preocupación excesiva genera dolor psicológico
¿Qué entendemos por dolor psicológico? ¿Es diferente del dolor físico?
Efectivamente lo es, pero en realidad es igual de limitante.
Así, el dolor psicológico es básicamente sufrimiento, agotamiento, negatividad, desánimo…
En un cerebro ansioso dominado por las preocupaciones constantes, quien nos controla es la amígdala cerebral, que nos hace ver peligros donde no los hay.
Todo son amenazas, de todo desconfiamos y todo nos genera temor y dejamos de ver las cosas con mayor calma y equilibrio.
Por eso hay que dejar de pre-ocuparse, porque nos hace mucho daño y empezar a ocuparnos. Mañana veremos como hacerlo
Cariños y sonrisas
Irene
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Cariños y sonrisas