Los celos nos traen un mensaje claro: tenemos miedo a que otro ocupe nuestro lugar.
Y también nos marcan el camino, las inseguridades que debemos mejorar
¿Por qué sentimos celos?
Los celos se dan cuando imaginamos que alguien puede darle a nuestra pareja aquello que no obtiene de nosotros y, a consecuencia de ello, perderemos su amor.
Lo cierto es que siempre habrá alguien que pueda cubrir mejor que nosotros nuestros aspectos menos desarrollados, pero esto no quiere decir que se pierda el amor por ello.
En todo caso, podemos observar que cuando nos “pican” los celos, seguramente se trata de algo en que “nos sentimos menos” y quizá sería bueno tomarlos como un incentivo para desarrollar aquellas partes de la relación que nos quedan por descubrir o que habíamos descuidado.
Cuando otro tiene algo que no tenemos –o así lo creemos– y se acerca a nuestra pareja, comienza cierta picazón.
Cuando esta es leve, puede ser un estímulo para estrechar la relación en alguno de sus aspectos: como compañeros de vida, en el área sexual o aumentando la intimidad en los encuentros del alma.
Sin embargo, cuando la picazón resulta inaguantable, nos sentimos mal y la relación comienza a verse afectada.
Empezamos a vigilar a nuestra pareja porque creemos que lo esencial es lo que hace, sin darnos cuenta de que el alimento de los celos son nuestras carencias e inseguridades.
“Si me quisiera, solo tendría ojos para mí”, dice para sí el celoso. Y, por debajo, suelen ocultarse otros pensamientos: “Si mira a otra persona, es que yo no valgo”. Y muy, muy adentro: “Si yo fuera él, elegiría a otra”.
Siempre estamos expuestos a que el amor se extravíe. No es posible guardarlo en una caja fuerte; pero cuando nos sentimos especialmente inseguros, el miedo al abandono no nos deja en paz. Entonces, vemos el peligro en todos lados: cualquier mirada afuera puede convertirse en una amenaza.
No vemos que en los celos no sólo se trata del otro sino de nuestra propia sensación de que somos “abandonables”.
Ese sentimiento es el que nos hace ser posesivos y estar vigilantes de cada movimiento. Pero a nadie le gusta ser poseído como un objeto.
Entonces, sin quererlo, estamos favoreciendo su huida.
A veces, sentimos la maravillosa experiencia de fundirnos con el otro, como en la relación sexual, pero no podemos pretender que ese estado sea permanente.
Pasado este instante, cada uno vuelve a estar en su propia piel y es preciso sentirse bien y seguros en ella, mas allá de la pareja.
El amor, que es hijo de la libertad, nace con el riesgo de su pérdida.
Pero también nos brinda la magnífica posibilidad de elección: necesitamos sentir que somos plenamente “elegibles” y que también nosotros decidimos elegir al otro cada día.
Es justamente este riesgo y esta certeza lo que lo convierte en un juego hermoso y emocionante.
Carinos y sonrisas
Irene